Michael Jordan no fue siempre Michael Jordan: la historia detrás de la leyenda.
Michael Jordan perdía siempre contra su hermano Larry en el patio de su casa. No había partido ni enfrentamiento uno contra uno que el pequeño Mike abandonase con una sonrisa en su rostro.
En aquellos años, el básquetbol estaba vinculado a la frustración. La derrota era un condimento adicional en su rutina, un elemento que se introducía con suma naturalidad en sus venas.
"Gané la mayoría de los enfrentamientos hasta que comenzó a responder", dijo Larry. "Y entonces, fue el final de nuestros juegos".
El pequeño MJ sufría en cada una de las derrotas, pero le apasionaba el desafío. Era como si cada una de las punzadas recibidas fortaleciera el espíritu en vez de destrozarlo. Era la tortuga y no la liebre: aceptaba lo que tenía delante y lo respetaba para luego, casi como una consecuencia, enfrentarlo hasta superarlo.
"Si llegaba a perder, debía jugar hasta ganar. Esa es la razón por la que, de manera más frecuente, todo terminaba en una pelea", agregó Larry.
Ingresó en D.C. Virgo Junior High School en la primavera de 1978. En aquel entonces, Michael Jordan era el quarterback del equipo de fútbol americano en Pop Warner, y su llegada definitiva al básquetbol fue producto de una casualidad.
MJ pasaba apenas el metro con 77 centímetros. No estaba mal para un muchacho de su edad, pero tampoco lucía como un proyecto de elite en el deporte nacional. Él lo sabía, pero había un chispazo de esperanza que hacía que, su vida de jovencito, sea a los ojos de su familia la condena de Sísifo: esfuerzo y frustración en un mismo propósito.
"Mamá, realmente quiero ser más alto", le decía Michael a su madre Dolaine día tras día. "Ve, pon sal en tus zapatos y luego reza".
Cuando iba con su padre James con el mismo cuestionamiento, él abrazaba a su hijo y le susurraba: "Lo tienes en tu corazón. Puedes ser tan alto como deseas en tu pensamiento".
Cuando Mike observó en los pasillos de su colegio que Clifton 'Pop' Herring, coach del equipo de Laney High, realizaría una prueba en noviembre de aquel año en el gimnasio de la institución, no dudó en correr para anotarse cuanto antes. Era un sophomore pero sentía, en lo más profundo de su ser, que algo estaba naciendo en su favor.
Las pruebas comenzaron días después. 50 chicos competían por 15 puestos en el equipo varsity y por otros 15 en el junior varsity. Nadie sabía que, en ese estadio, iba a estar haciendo de las suyas, por dos semanas, quien luego sería el mejor jugador de todos los tiempos.
No se observó algo atípico en la prueba. Y no es para juzgar a quienes la estaban llevando adelante, porque ninguna persona en sus cabales podía anticipar un escenario tan insólito como se comprobó tiempo después. Es decir, se notaba a kilómetros de distancia que ese muchacho sabía manejar el balón, pero su tiro era apenas bueno y su defensa estaba lejos del ideal. En aquella práctica su esfuerzo fue supremo, pero había algo que iba más allá de su corazón. Se trataba de una desventaja imposible de recuperar: su estatura.
Con sólo 1.77m, Mike lucía como un jugador poco esperanzador para este equipo. No había nadie entre aquellos jovencitos que superase el metro noventa, y, como todos los entrenadores de la tierra conocen a fondo, en este deporte los centímetros pesan en la balanza más que el oro y las piedras preciosas.
Sólo uno de los asistentes de Herring había escuchado algo del joven Jordan, pero era sólo un comentario de pasillo. El resto de sus ayudantes ni siquiera sabía de quién estaban hablando cuando lo veían correr de un lado hacia el otro, con mucho más entusiasmo que conceptos claros. Su esmero lo ponía como ejemplo, pero su capacidad global como jugador no despertaba ningún alarido en las tribunas.
Dos semanas después de las prácticas, el cuerpo técnico estaba listo para dictaminar los cortes. Se harían públicos, al igual que los exámenes, con una hoja pegada en la puerta del gimnasio. El joven Mike fue, envuelto en un manojo de nervios, junto a su mejor amigo para leer la decisión final del cuerpo técnico de Laney.
La lista estaba en orden alfabético. Escuchó el grito de felicidad de su amigo Leroy Smith cuando se vio en la lista, y él, confiado, empezó a recorrer los apellidos. Pasó rápidamente por la A, la B, la C. Llegó a la G, H, I, J... y su apellido no estaba ahí. Pensó que se trataba de un error, así que observó nuevamente la lista una, dos, tres veces. Pero no.
El cuerpo técnico le había bajado el pulgar a Michael Jordan. En su lugar habían seleccionado a Smith, un jovencito de 1.95m que podía fortalecer la zona pintada. No se trataba de un corte definitivo: Mike tenía la chance de ingresar en el junior varsity. De todos modos, no era un consuelo. Se sabía, dentro del colegio, que no era lo mismo. Estar en un equipo o en el otro significaba tener una diferente categoría de jugador. Y eso se traducía en respeto.
El joven Mike recibió la noticia por la mañana y se mantuvo en el limbo durante las clases de ese día. Sentía una mezcla de bronca con decepción. Su mirada estaba perdida y deseaba desde lo más profundo de su ser que esa jornada escolar finalizase cuanto antes. Cuando escuchó la campana de salida, tomó sus libros y se esfumó a la velocidad de la luz.
Llegó a su casa y se dirigió directamente a su habitación. Cerró la puerta con llave y lloró como nunca. La frustración había inundado el ambiente, transformando los colores lúcidos en opacos. Tristeza y desahogo eran parte de un mismo envase. Todo lo que buscaba Mike era jugar con su equipo y no lo había conseguido. Sentía que todo el esfuerzo había sido en vano.
Cuando él llegó, su madre estaba en el trabajo. La esperó durante horas. Cuando escuchó el ruido de la puerta, Mike dio un salto al frente. Deloris supo en los ojos de su hijo que algo malo había sucedido.
"Mamá, el coach me ha dejado fuera del equipo", dijo Mike, y de inmediato las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos.
Su madre lo tomó en brazos y lo contuvo lo mejor que pudo, pero no logró evitar llorar con él. Así estuvieron un buen rato. Luego conversaron y fue ahí donde Mike supo que una de las grandes barreras en busca de un objetivo es la frustración. Sin esfuerzo, no hay mérito. Sin decepción, no hay alegría. Sin fracaso, no hay éxito.
Al final de esa temporada, Mike se acercó al entrenador y le pidió si podía viajar con el equipo principal de Laney para el campeonato de distrito. El coach le dijo primero que no, luego que quizás, y finalmente, dentro del gimnasio, durante la tarde que iban a viajar, le comunicó que la única manera de ir con el equipo principal era cargando los uniformes de los jugadores.
"Si eso es lo que usted necesita, lo haré", dijo MJ, ante la sorpresa del entrenador.
El coach lo había empujado a la humillación y él había aceptado. Sabía que era el primer escalón en busca de algo grande que sólo él podía construir. El sueño siempre nace en el corazón, sube a la mente y se extiende en las extremidades.
Entonces, aquella tarde Mike cargó la ropa de los jugadores. Fue difícil porque sus padres habían asistido a ese torneo y cuando lo vieron con los uniformes en sus brazos, tuvieron un pensamiento equivocado.
"Eso fue lo que más me dolió, pensaron que el coach me había llevado para jugar. Y yo estaba cargando la ropa para el resto de los jugadores", dijo Jordan años después al Chicago Tribune.
A partir de ese momento, Mike comenzó a trabajar como nunca. Su cambio en el físico colaboró con la causa: pasó de 1.77m a 1.90m en sólo un año y las cosas buenas empezaron a suceder.
Justo antes de su graduación, en 1981, la Universidad de North Carolina lo reclutó con una beca completa. Y a partir de entonces, lo maravilloso se multiplicó: brilló en la NCAA, fue elegido jugador del año, lideró a Estados Unidos al oro olímpico en 1984 con Bobby Knight al mando, y luego, al entrar en la NBA, volvió a vivir la historia que padeció a la edad de 15 años: los Portland Trail Blazers seleccionaron a Sam Bowie en segundo lugar y permitieron que los Chicago Bulls se hagan con sus servicios, en el robo de Draft más grande de todos los tiempos.
UN CHICO NORMAL, UN HOMBRE ESPECIAL
Los orígenes del mito llamado Michael Jordan conducen, quizás, a la historia motivacional más dulce de este deporte.
Hay muy pocos casos que explican el ascenso de un joven terrenal en sus inicios a un All-Star en el momento cúspide de su carrera. Por lógica, aquellos que nacen con un talento sobrenatural se imponen primero en el playground, luego en el college, luego en la Universidad y finalmente en el básquetbol profesional. El caso de Jordan es tan curioso como extraordinario, porque no hablamos de una figura: MJ ha sido el Dios de la NBA en su modernidad.
"Probablemente fue bueno lo que sucedió en aquel entonces", dijo Jordan al Chicago Tribune. "Me hizo sentir lo que significaba caer en la decepción. Me fortaleció".
Años después, el público presente en el estadio, y el resto del mundo pegado a la pantalla del televisor, rugía al observar su chaqueta roja, sus pantalones cortos y su cuerpo prodigio pisando el parquet una, y otra, y otra vez más.
Llegarían los 63 puntos a los Boston Celtics, los seis campeonatos con los Bulls, los tiros de último segundo, el partido de la fiebre ante el Jazz, su paso por el Dream Team, los All-Star y miles de historias más.
Festejar el final, entonces, es comprender el inicio.
Alcanzar el éxito, en definitiva, es saber moldear la frustración para transformarla en algo superador.
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